El sábado decidí inaugurar la temporada de piscina. Era el primer día de sol con calor, se veía un día espectacular, no tenía que trabajar, en conclusión era un buen momento para comenzar el proyecto bronceado, objetivo de todo verano (no te preocupes mami, esta vez con más cuidadito que la última vez ;) y pasar la tarde leyendo, cosa que también me hacía ilusión ya que la pila de libros a leer crece más rápido de lo que la vengo procesando.
Me levanté a las 11 y con ilusión me depilé, armé mi bolsito con coca colas, aguas y novela y baje al P3. Pero no había sol. Por un momento no entendí, como era posible que se hubiera nublado en los pocos minutos que me había tomado bajar, que lo de los microclimas no podía ser para tanto. Quizá había nubes del otro lado del edificio que no había conseguido ver, pero no me parecía razonable, algo ahí no estaba bien… Salgo a la piscina y ahí veo por primera vez el efecto del monstruo que están construyendo al lado, maldito Trump!. El sol estaba atrás. La torre no está terminada aun, no tengo idea cuantos pisos van pero le debe faltar igual la tercera parte más para arriba. Hasta ahora lo había visto crecer sin mayor preocupación, o sea, un edificio más. Pero de ahora en más pasa a ser la-cosa-esa-gigante-que-estropeó-mi-piscina, y seguramente la vista y sol cotidiano de vaya uno a saber cuánta gente que vive del lado sur. Mirando hacia arriba no pude evitar pensar en ‘Fountains of Paradise’, la novela de Clark en que escribe sobre ascensores al espacio….

Ya que estaba ahí, me tiré al hot-tub un ratito pero a los 15 minutos me volví a casa, aquello ya no era un ambiente interesante para tirarse a leer. Ya no era lo mismo. Al llegar veo un email de mi madre, contando con pena como finalmente, después de varios años en que había sobrevivido el terreno vacio frente a la casa de Punta del Este, llegaron las palas mecánicas a tapar el monte y seguramente en el futuro no lejano hacer un edificio. No es que fuera un monte gigante, convengamos que era una cuadra que quedaba libre y había ahí los restos de lo que algún día habría sido un monte muy lindo y ahora era un espacio abandonado, pero verde al fin.
Un par de años atrás construyeron otro monstruito en el lado de atrás de la casa, donde ahora en vez de ver el cielo azul al mirar hacia arriba desde el jardín, se ve la inmensidad hormigonal del edificio – al que mi memoria no piensa honrar recordando su nombre -. En este caso ni el edificio que existe, ni el que harán, serán maravillas arquitectónicas dignas de mención. Simplemente la piqueta fatal de la especulación inmobiliaria.
Y así es la vida en realidad, lo que un día estaba ahí después ya no está más. A veces para bien (arquitectónicamente hablando) porque hay zonas en donde el desarrollo les viene bien, pero incluso aunque se haga con la mejor planificación y cabeza, siempre hay gente que se jode. Eso del bien común sobre el bien del individuo. O de lo que alguien en la oficina de turno evalúa como el bien común.
Solo que jode ser el individuo. Siempre habrá alguno al que le parece bien (ya sea porque su tierra se valoriza, hay fuente de trabajo, gana algún mango por aquí o para allá, cree que el edificio es lindo, o lo que fuera), pero siempre habemos quienes realmente no somos tan felices con la piqueta fatal del progreso de turno.
En algunos casos estará “bien” y en otros casos estará “mal” lo que están construyendo, y va entre comillas porque son opiniones subjetivas, con mayor o menor fundamento, con mayor o menor inclusión de argumentos que consideran a “todos”, al futuro, a la ecología, al planeta o a lo que sea. Pero cuando te toca joderte no tenés más que hacer que sentirte mufado con el progreso, triste por el monte que se pierde o el sol que no da más, y en definitiva sentirse un punto en un planeta, pequeño frente al sistema, al todo, a la masa y al “progreso”. Ese progreso que un día comenzó asfaltando la ruta 10 en la Barra y 10 años más tarde había transformado un balneario tranquilo y familiar en una especie de supermall gigante, urbanizando al monte donde juntabas piñas de niño y andabas a caballo. Probablemente quede solo el recuerdo en la mente de algunos, pero que se perderá incluso algún día. Pues sí, que verde que era mi valle… O que verde que era mi monte (y que ya nunca limpiamos para que jugaran los niños!!!! ;)